Cada vez menos, cada vez más

Por Federico Levín

Amigo Molina:

Es una pena que no hayas podido estar el viernes en el Pachamama. Aunque también es un acierto, una muestra de consistencia y realidad ante nuestros lecto-oyentes: el año pasado, en la lectura que dedicamos a tus textos, Romero leyó tu “diario de migraña”. Ahí estábamos nosotros, sin vos, y ahí mismo te imaginábamos en el espiral borroso de tu migraña casera. Una cagada, sí. Pero flor de performance. Digamos que la migraña fue una especie de “disfraz ad hoc”, parafraseando a no me acuerdo quien, respecto de las mentadas payasificaciones del Quinteto. Que quién sabe lo que es. En fin, procedo a contarte más o menos lo que pasó, lo que yo recuerdo, para que estés ahora, retrospectivamente, un poco ahí.

A las 20 horas del viernes se presentan tres sujetos en la dirección Pasaje Argañaras 22, todos vestidos de pantalón negro y remera verde, respondiendo a los nombres, apellidos o seudónimos de: Funes, Romero y Levín.

La seguiría en ese tono pero me aburrí.

El Pachamama estaba vacío, y tenía que ser nuestro. El grueso de socios, afines y habitués del lugar, ya se había excusado: era el cumpleaños de Ale Raymond y lo festejarían a un par de barrios de ahí. Entonces el Quinteto se tenía que hacer cargo.

Mientras Funes y Romero acomodaban, limpiaban, ordenaban, armaban la mesa de libros y el sector de la lectura, yo puse manos a la obra en la cocina. Hicimos una “ensalada tibia de pechugas de pollo salteadas, choclo, huevo duro y arvejas, sobre colchón de verdes y tomates en juliana, con un aderezo sutil de mayonesa, limón y salsa de soja”. Es decir, cortamos y pegamos todo lo que pudimos conseguir entre mi casa del Abasto y nuestra casa de Villa Crespo.

En el mientras tanto de las preparaciones simultáneas me enteraron de tu futura ausencia, de que Ñuls había perdido con Lanús, llegó Don Facundo Gorostiza más quintetero que nunca (ahora es uno de cinco), charlamos un rato con un muchacho que vino a cubrir el evento para Poesía Urbana, con quien hablamos de nuestro “cuarto año de actividades”, y de que sólo vamos a dar entrevistas como esa, en el lugar y la noche de una lectura; empezó a llegar la gente, más gente, comimos en comunidad, la cosa se llenó y, a pesar de que todavía faltaban llegar dos de mis hermanas, arrancamos.

Sólo pienso decir que el Pacha estaba lleno y un poco más. Eso de dar números, arriesgar cifras, prefiero dejarlo para otra época (pasada), para otras nociones de la ganancia que ya no me tocan y creo que no nos representan. Huelo en esos números una falta de respeto al cada uno que viene y hace lo suyo, escucha como quiere, a veces come, a veces compra un libro, o se emborracha, o se aburre o se enamora de algo o de alguien.

¡El chow!: Funes arrancó con violencia autobiográfica, parado en una escalera inestable y recién pintada, describió un momento turbulento de su vida con un casco de moto bajo los golpes de Romero, improvisó un largo y divertidísimo programa de radio con la guitarra de Gorostiza y la participación espontánea de los presentes; y de pronto terminó. Pequeño intervalo y se vino el set de Gorostiza, con guitarra eléctrica, jopo erguido y luz apagada, canciones cantadas. El tiempo pasa, y se nos nota cambiando, buscando, barajando y dando de nuevo, repartiendo hasta la locura o la felicidad pero sin acomodar las cartas: una ética personal que se volvió comunitaria. Sin solución de continuidad se encendió la luz con Romero de pie; la gente ama a Romero sin restricción, y él lo devuelve dando vida a las sagas familiares, a la biografía de los defectos personales de “tal vez los personajes más entrañables de la literatura argentina…” Esta vez fue el turno de Maglier. Al final, Facu y yo. Para disfrutar de las causalidades y de los aprendizajes, salí con “Pupila”, esa novela que vengo contando, releyendo y corrigiendo en vivo desde hace meses, un fragmento en que la trama se desgrana en la performance de un narrador oral y un guitarrista improvisando. Eso fuimos. Ficción en vivo. Eso fuimos todos, la fiesta de la narrativa.

Entre medio, tantas cosas. Los lecto-oyentes amorosos y entusiastas en el salón, los lobbystas de siempre en el patio. En el momento me enamoro de unos y me enojo con otros, pero no es para tanto: cada uno hace del Quinteto lo que quiere y lo que puede. Eso nos pasa a nosotros, y la pasa a los que vienen a nuestras noches.

Entre lecturas, mientras hablaba en mi rol de presentador, en el fragor de la parla continua y la improvisación limítrofe, se me escurrió una frase sorpresiva, en la que me quedé pensando: “El tiempo pasa y nosotros somos cada vez menos; pero a medida que nosotros somos cada vez menos, somos cada vez más nosotros”. Primero me la escuché y festejé como una broma arengadora y apenas rencorosa (“un poco de rencor no es rencor” dijimos entonces, como una forma de distinguir remedio de veneno, como un gesto de cariño repetido hacia una sombra). Después, pensando que también en ese lugar estaban, por ejemplo, mi hermana y mi cuñado casi despidiéndose antes de volver a llevar su joven contenido al Viejo Continente, la leí de otra manera. El que se va, por lo que sea que se vaya, es el que busca en otro lado ser más ‘sí mismo’. Así, cuando uno lo recuerda, o cuando el futuro lo reencuentre, los sí mismos van a construir un nosotros más sonoro y genuino cada vez.

Sin rencor, o apenas el necesario, el Quinteto jugó de Cinco. Y el cálculo fue Redondo.

P.D.: no lo dije en ese momento, tal vez se puede remediar ahora: agradecemos por la oportunidad de todo esto al Pachamama, como institución, y a sus miembros como gestores. Puedo decir muchas cosas al respecto, pero no quiero ser redundante.

Bueno, sólo una cosa más: es un placer indescriptible poder habitar una casa en que la magia y los fantasmas son efectivos, científicamente comprobables. Una casa que es una escuela mutante de pérdida del cinismo.


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