Tribulaciones de un mago

Publicado en el diario Perfil
Suplemento de Cultura
El mago ya no quiere sacar conejos de la galera. De pronto, la mano ahí adentro, el público esperando, se da cuenta de que ya no quiere hacerlo. No es que se haya cansado de los conejos, ni que se revele contra las rutinas de su oficio. Es otra cosa. Una idea peregrina de esas que vienen de la mano de alguna tristeza peregrina. Tal vez el cuerpo que otra vez no se acostumbra a estos primeros calores de primavera, y entonces el frac es un poco más ridículo que de costumbre. O las caras de esos chicos que lo miran, esperando mucho de él, pero no lo que él quisiera que esperasen. O ese chizito húmedo que eligió entre chizitos húmedos, del plato que la madre del cumpleañero le ofreció minutos antes de empezar el espectáculo. El mago retiene la mano dentro de la galera porque la idea, la sensación, lo ha tomado por sorpresa. Los párvulos lo miran impertérritos. Diez o quince niños y un par de mayores, incluyendo a los padres del cumpleañero, párvulos ellos también. Ellos, todos, esperan al conejo. Y de pronto el mago se pregunta algo que nunca antes se ha preguntado: ¿a quién se le habrá ocurrido esto de sacar conejos de las galeras, y por qué? ¿Por qué no sacar ardillas, caballitos de mar, cuises? ¿Quién, al principio de los tiempos, estuvo primero, el conejo o el mago? Con la mano dentro de la galera de pronto el mago no puede evitar preguntarse qué pasaría si en lugar de ser niños, los que lo estuvieran mirando fueran conejos, y lo que él sacara de la galera fueran niños.
¿Y si lo que sacara fueran niños, a pesar de tener enfrente a niños? Un solo problema le encuentra a esta posibilidad, y es que le resulta poco probable que la dueña de casa acepte al niño como regalo, como seguramente aceptará el conejo. Por un segundo se imagina su departamento de dos ambientes lleno de niños no queridos, paseándose y copulando como si fueran conejos. El mago suspira, se da cuenta de que está hablando para hacer tiempo, pero no sabe lo que está diciendo. El problema no son los bien queridos conejos, el problema es que ya todo ha sido sacado de una galera. ¿Qué es lo que podría sacar, algo nuevo, impensado, insólito? Claro que hay muchas cosas que él sabe, no pueden sacarse de una galera. Un tractor por ejemplo (aunque tal vez, pieza por pieza, piensa), o las manos perdidas de Perón (una mano sacando una mano, poético pero...). Entonces se corrige, todo lo que es sacable de una galera ha sido sacado. Y esta idea que parece acabar con todo, de pronto lo ilumina. Acaba de descubrir qué es lo que puede sacar, qué es eso nuevo, impensado e insólito. Triunfante, calla. Los niños retienen la respiración, los adultos dejan de murmurar. Con un gesto ampuloso saca la mano de la galera y muestra el portento a los presentes. Los niños ríen, aplauden, abren los ojos así de grandes. Los adultos se maravillan y comentan, asienten, se dicen qué buenos padres que somos, qué buen cumpleaños le estamos haciendo a nuestro hijo. El mago estaría feliz, si no fuera por un detalle. Y es que los niños festejan y los adultos sonríen de la misma manera que lo harían si estuvieran viendo a un conejo. El mago podría vivir con eso, podría aceptar ser el único en ver con verdaderos y únicos ojos el milagro, pero mientras más mira lo que sostiene en su mano, más se acerca a comprender que su felicidad, su orgullo, bien podría sentirlo con un buen conejo, de esos que le cuesta regalar. Y entonces oculta el portento bajo su capa, y continúa con el truco siguiente. Como un eco, mientras su mente se mece entre los pasos mecánicos del acto, queda flotando una idea. Sí, tendría que empezar a cobrar más caro.

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