Un conejito más


Para Los Inrockuptibles, mayo 2007

A primera vista el personaje que da título al libro podría ser un maniquí de Bruno Schulz, trasladado a una historia que obedece más a un experimento literario que a las manualidades rutinarias de la novela. Una constelación de capítulos y anécdotas secundarias se combinan con una prosa seca y a la vez expansiva.
Pareciera que lo que ampara el ralato, a fin de que la acción no sea representación de un hecho sino de una pérdida –Igor es en última instancia una novela entorno a un amor fallido-, es la distancia de un narrador que juega con el tiempo, como si tomara al azar capítulos breves de un indefinido conjunto mayor y describiera a contraluz contenidos espectrales. Esa distancia produce un efecto de extrañamiento en el que la amada de Igor, Natschenka, aparece y desaparece, en un ida y vuelta del pasado hacia el futuro.
El viaje inmóvil –hacer memoria en un vago presente-, de hecho es en el relato una articulación onírica que sella la apuesta digresiva. Sin embargo, en el pasado –especialmente en un palimpsesto formado por fotos- el narrador reduce la distancia, hace foco. Humaniza personajes, como Marat y Nikolai, una pareja de militares rusos que durante la primera guerra se separan por una mujer, Marja, abuela de Natschenka. No es casual que las mujeres aparezcan dispuestas como mamushkas: no hay descendencia sino inclusión, esto es, una genealogía mítica. Sobre este linaje reacciona la nostalgia de Igor.
En las últimas páginas el sentido del relato se despeja. Tantas historias laterales y planos superpuestos revelan a un escritor atípico y único en el nuevo panorama literario. Devoto de un complejo desguace de la temporalidad narrativa, Levin materializa en una frase el asunto hipnótico de su novela: “Igor está encerrado en un círculo, eso ya lo sabemos: lo suyo son las repeticiones y la vuelta al comienzo (...) Eso es la escritura: un corte que permite que haya pasado”.

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